La bandeja de entrada vacía. El médico diciendo la palabra que temías. Un “ya no te amo” que quiebra proyectos y rutinas. Surgen entonces dos frases que rara vez pronunciamos en voz alta: «Esto duele» y «Dios, parecía que tenías un mejor plan…».

Si cuando sientes que Dios te ha fallado tu primera reacción es retirarte en silencio, te entiendo. Yo también he confundido a Dios con un genio —esa figura que aparece cuando froto la oración correcta y concede deseos a mi medida. Pero un genio de lámpara no puede sostener el peso real de la vida, y, honestamente, tampoco existiría amor en una relación dirigida por chasquidos.
Una lámpara que no funciona
Tenía once años cuando deseé con todas mis fuerzas que mi padre apareciera en la graduación. Oré cada noche, imaginé su rostro entre el público, repetí versos de confianza como si fueran hechizos. Llegó el gran día y la silla quedó vacía. Durante años traduje aquella ausencia como fallo divino.
Hoy miro atrás y descubro algo: mi idea de Dios era una lámpara brillante. Si la fe se reducía a frotar peticiones, cualquier “no” confirmaba que la luz estaba apagada o que yo no sabía el protocolo correcto. El resultado fue resentimiento silencioso y una espiritualidad basada en transacciones: “Yo hago esto, Tú haces aquello”.
Dos realidades que conviven
Años después leí a Pablo escribir, desde prisión, que “nada puede separarnos del amor de Dios”. No agregó cláusulas de servicio técnico ni garantías de entrega exprés. Era su forma de decir: el amor es una constante incluso cuando las variables externas se desordenan.
Desde entonces repito un recordatorio cuando el silencio me sacude:
La fe no me promete un camino sin valles; sí me asegura una Presencia que no abandona el sendero.
Ese cambio de lente no elimina la pregunta, pero la coloca en contexto. Entre lo que veo (silla vacía, diagnóstico, quiebre) y lo que no veo (un Dios que sigue tejiendo finales), existen segundos en los que decido si renuncio o respiro y avanzo.
Respirar en vez de renunciar
Cuando sientes que Dios te ha fallado, respira antes de rendir tu confianza. No como técnica de autoayuda, sino como gesto de apertura: “Todavía estoy aquí, dispuesto a escuchar algo más”. En esa pausa aparecen pequeñas evidencias de que el amor no se extinguió: un mensaje inesperado, la fuerza suficiente para levantarte, la capacidad de llorar sin desmoronarte. Un genio concede lo que pidas o se va; un Padre se queda incluso cuando su respuesta es diferente de tu deseo.
Qué hacer con la lámpara rota
- Reconoce la grieta. Admitir decepción hacia Dios no es blasfemia; es honestidad que abre espacio a la sanidad.
- Entierra la transacción. Cambia “si Tú, entonces yo” por “aunque no entienda, confío en Tu carácter”.
- Mira atrás sin lentes de culpa. Anota tres momentos en los que pensaste “esto es el final” y resultó ser un umbral a algo nuevo.
- Invita compañía real. Un café con alguien que escuche sin sermonear puede ser la mano tangible de Dios en tu valle.
Repetición que sostiene
Cuando la sospecha vuelva —y volverá— repite en voz baja: “Dios no es mi genio; es mi refugio”. Repetir no lava el problema, pero alinea el corazón con una verdad más estable que el resultado que esperas.
Oración final
Padre, me duele sentir que fallaste. Sé que no eres un genio que cumple deseos, sino un Dios que ama con visión eterna. Sustituye mi frustración por confianza fresca; guíame a respirar, a recordar y a caminar contigo, aun cuando las sombras se alargan. Amén.
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